El Torito (Abraham Toro Díaz): El Bandolero más buscado de Chile (Parte 12)
Reportaje de don Edmundo Sepúlveda Marambio
Fotografías actuales de Mauricio Navarro Moscoso
Publicado en el diario “El Rancagüino”, el jueves 15 de agosto de 1996
Primera parte de la historia disponible aquí.
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Estuve frente a él
Hasta que hubo Cárcel en San Vicente de Tagua Tagua, el transeúnte siempre estuvo al alcance de ver un triste y vergonzoso espectáculo, el cual era el paseo de los detenidos que sacaban del recinto penitenciario para ir a declarar a las oficinas del derruido Juzgado del Crimen, que en rigor mediaba una distancia de tres cuadras entre ambos inmuebles.
Grandes y chicos fueron testigos de esta humillación que sufrían los procesados, de verse esposados a plena luz del día camuflados únicamente con una poncha que disimulaba levemente las atadura, protección que algunos usaban hasta en pleno verano. Los únicos privilegiados eran ciertas personas acomodadas, que podían pagar un taxi para no enfrentar las miradas condenatorias de los curiosos. El resto de los mortales, bajaba la cabeza y apuraba el tranco sin ni siquiera disfrutar de esa “libertad” fugaz de unos cuantos minutos para variar de paisaje y olvidarse de las cuatro paredes de la cárcel.
En esas circunstancias el que escribe este reportaje conoció al “Torito”, de quien había escuchado cientos de veces comentar de sus padres en el hogar, fama que se había extendido hasta el patio de la escuela. “Recuerdo, como si fuera hoy (tenía casi 10 años de edad) que venía de la básica con dos de mis compañeros de curso cuando de pronto la gente a agolparse frente al Juzgado, ¡van a sacar al “Torito”!, decían los vecinos. No lo pensamos dos veces, corrimos hasta la puerta y esperamos pacientemente, para poder conocer a ese terrible hombre del que hablaba la mayoría. A los pocos minutos apareció por la puerta, celosamente escoltado por vigilantes y carabineros.
La gente retrocedió como si estuviera en presencia del diablo. Ahora entiendo, nadie quería comprometerse que había estado allí para mirarlo de cerca, porque el detenido lo podría haber tomado como una burla, y ¿quién iba a dudar que el bandolero tarde o temprano recobraría la libertad para vengarse contra esos acusadores que lo señalaban con el dedo?
Para simplificar, quedamos solos frente al mismísimo Abraham Toro Díaz. Vestía un abrigo oscuro y una llamativa charlina blanca, manos esposadas a vista de todos. Por momentos se me ocurrió que, por su estatura y contextura, era el campeón de todos los pesos que aparecía para enfrentar a la prensa. Nos miró muy fijo con una cara de padre ejemplar como si hubiera querido transmitirnos un mensaje. Tal vez en ese minuto evocó a su pequeña hija que había dejado desamparada en San Rafael. No sé, los rostros sin prejuicios de nosotros más de algo tienen que haberle traído a su memoria.
Todo fue muy repentino, como un abrir y cerrar los ojos. Lo contamos después en la escuela y nadie nos creyó, nuestros padres también dudaron y si lo creyeron lo guardaron para sí con un dejo de preocupación por la “osadía” sin límite tan propia de la niñez. Un recuerdo imborrable que, ¡vaya las cosas de la vida!, vine a refrescar en voz alta a 43 años del suceso.
Continuará…